lunes, 28 de marzo de 2016

Un amigo que se va














No lo puedo creer, pero jamás había escrito una sola línea sobre ti y eso, a estas alturas de nuestras vidas, es imperdonable.
Tal vez sea ya demasiado tarde, ahora que ha llegado el momento en el que no estás entre nosotros. Es el sino de los que se van para siempre y no vuelven. Los homenajes suelen ser a destiempo y por desgracia, para cuando únicamente queda poco más que el recuerdo.

Hoy me he acordado de ti, que es tu cumpleaños. Aunque no, no es cierto. Llevo pensando en ti los últimos meses, en tu agonía, en tu sacrificio, en lo que hemos compartido; en tu fin.

Todavía recuerdo cuando apareciste en nuestras vidas, casi sin querer, tras muchas y muchas vueltas. Llegaste un poco antes de que naciera nuestra hija Marta y compartiste con nosotros su feliz llegada. Juntos dimos sus primeros paseos, sus primeros biberones, sus primeros viajes. Y desde el primer momento, fuiste uno más de nuestra familia.
Luego llegó Guille, que disfrutó contigo sus juegos, su pasión por los deportes, en especial por el rugby. Ya lo sabes. Estuviste el primer día que con apenas cuatro años se acercó a ver qué era aquello que se jugaba con un balón tan raro. No te perdiste casi ninguno de sus entrenamientos y partidos. Disfrutaste casi tanto como él.
Y cuando pensaste que ya éramos todos, se coló en nuestras vidas la princesa de nuestra familia: Clara. Eso te hizo adaptar tus gustos a muñecas, lápices de colores, el juego del Uno y migas, muchas migas por doquier...

Hemos estado juntos todos estos años preciosos. No te has perdido ni un solo instante de todo, de absolutamente todo. Nosotros, en cambio, recibíamos tu calor y la comodidad de bonitos momentos compartidos, estuviéramos donde estuviéramos. Estar contigo era la felicidad, como tener casa un poco más cerca, por muy lejos que fuéramos, 
Nadie como tú supo de nuestras alegrías, de nuestras tristezas, de nuestros secretos, de nuestros sueños, y de nuestros cansancios, de nuestros inviernos y de nuestros estupendos veranos. 
Nadie nos ha acompañado todo el camino como tú, como lo has hecho siempre.

Y ahora que no estás, no puedo decir más que te echamos de menos. Te doy las gracias por lo que has hecho siempre con nosotros y sobretodo por mí, ese último día en el que con tu generosidad me protegiste, me arropaste y así nadie pudo hacerme ningún daño, aunque eso supusiera perderte. Gracias, Dexter.

El otro día fuimos, tu familia, a despedirnos de ti, a darte un último homenaje, como si fuésemos de nuevo a ponernos en ruta una vez más. Pero esta vez no fuimos a ningún sitio.
Nos marchamos de aquel frío taller. Yo me fui rozando levemente mis dedos por tu chapa azul, tragando saliva para no soltar una lágrima. Al fin y al cabo, como me dijeron muchos años antes de que aparecieras en nuestras vidas, cuando era tan pequeño como los niños: Los hombres no lloran. Aunque tal vez, y eso no me lo contaron, si se trata de tu coche, puedes hacer una excepción.

lunes, 14 de marzo de 2016

El mismo cuento de siempre



















Era el día de libro, Tenía 11 años. Lo recuerdo muy bien porque estaba en quinto de EGB. Lou siempre me dice que es imposible que recuerde cosas de la infancia y que sea capaz además de decir exactamente qué edad tenía cuando sucedió lo que cuento. Ella no se lo cree y me dice que es un farol. Puede. O puede que no.
 
Aquel día de abril, como contaba, era el día del libro. ¡Y tenía 11 años! 
Mi madre llegó al mediodía a casa y me trajo unos libros que había comprado ese día en un puestecillo que se montaba en el Instituto para conmemorar esa efeméride. Apareció con Alicia en el país de las Maravillas de Lewis Carroll y El Principito de Antoine de Saint-Exupéry.  El primero no le llegué a leer nunca. El segundo se convirtió en uno de mis libros favoritos.

Tenía la costumbre de contarles cuentos a los niños, pero últimamente esta práctica la había dejado de lado. Solo tenía que emplear mi imaginación. Cada noche iba añadiendo episodios a una aventura inventada, con personajes ficticios, que compartían risas y sustos con la luz apagada de la habitación, únicamente iluminados por el haz de una pequeña linterna. Era un rato divertido, pero quizás por esto mismo se había llegado a convertir en un auténtico desmadre. Acababan tan excitados, que además de que alargaba más allá de la hora de meterse en la cama, enfrascado en mi relato, los nervios a los que los sometía, hacían que conciliar el sueño se hiciese imposible.
Este ameno jolgorio no podía aguantar eternamente y casi sin darme cuenta, se había convertido en una costumbre que por desgracia había caído en desuso.

En casa Papá Nöel tiene la buena costumbre de dejarnos libros a todos. A mí me dejó el buen hombre de Laponia (en Laponia hace frío, pero yo me fío), una edición especial de El Principito.  A diferencia de aquel que me regalaron en mi niñez y que aún conservo, en este nuevo, los dibujos se ponen en relieve, de forma tridimensional cuando abres las páginas.
Esto, -pensé- volverá locos a los niños cuando se los cuente.
Por eso la otra noche, cogí mi libro y a bombo y platillo los convoqué a los tres y les anuncié que esa noche era especial: Habría cuento.

-¿Será de piratas? -preguntó Guille.
-¿Nos darás sustos y apagarás la luz? -dijo Clara agrandando sus ojos azules.
-No. -contesté yo- Esta noche será distinto.
-¿Por qué? -preguntó Marta, encaramada en lo alto de su litera, mientras preparaba sus peluches, alineándolos en su riguroso y obsesivo orden. El mismo de cada día.
-Esta noche leeré un libro que se llama El Principito. Es un libro que leí de pequeño y me encantó.
-¡Qué rollo! -dijo Marta- Prefiero los cuentos que te inventas tú.
-Yo también -añadió Guille.
-Es un cuento muy bonito. -intervine rápidamente- Es uno de mis libros favoritos -dije, intentando conmoverlos para que no me boicotearan la velada:
Guille pareció ceder, mientras Clara permanecía impasible observando el dibujo de la portada. Marta, en cambio, puso una cara de decepción y continuó con lo suyo, no sin antes protestar un poco por lo que consideraba un engaño:
-Ese cuento no nos gusta. No es divertido.

No le di más importancia y empecé mi relato.
Comencé por la preciosa dedicatoria del libro. Guille y Clara estaban un poco escépticos con el cambio de planes, pero sabía que cuando empezara por las primeras páginas y vieran el dibujo de la famosa boa traga-elefantes, los engancharía del todo.
Miré hacia arriba y allá en lo  alto, Marta estaba con lo suyo, ajena a mi historia.

El aviador había aterrizado en mitad del desierto, solo, con su avión estropeado y sin nadie que le pudiera ayudar a reparar su aeronave. Empezó a explicar el mundo de los adultos y el de los dibujos de los niños. Clara, a quien tanto le gusta dibujar, le empezaron a brillar sus ojos. Guille se inclinó levemente hacia adelante.
El piloto seguía explicando su frustración con la pintura.
Enseñó ese dibujo de una boa con su elefante devorado en su interior. Esa frustración que le produjo que los mayores pensasen que era un sombrero.
Incliné el libro para que pudiesen ver el dibujo. De niño pensé que a mí también me parecía un sombrero. No sé si ellos pensaron lo mismo, pues no dijeron nada, aunque con los ojos me decían que querían continuar escuchando la historia.

Un poco más allá, Marta, colgada de la escalera, comenzaba a descender, atraída por esos dibujos que sólo los  niños eran capaces de ver.
Seguí leyendo y antes de pasar a la siguiente página, los tres estaban en torno a mí, releyendo las líneas.
Marta estaba feliz de estar con nosotros. No le dije nada.
Llegué al último capítulo que tenía  previsto para esa noche. Ya era hora de acostarse.

Iba cerrando el libro y oí a Clara decir, casi en susurro, refiriéndose a mí:
-Pero, ¡qué guapo es...!
Levanté la vista y vi a los tres observándome, sonriendo. Y entonces comprendí una vez más, que El Principito es uno de los libros más tiernos y bonitos que se han escrito nunca.